Comentario
Capítulo XX
De cómo los indios que salieron del navío dieron noticia de los españoles, de que recibieron admiración los de la tierra, y de cómo les enviaron bastimento y agua y otras cosas
Los naturales de la tierra firme, como veían la nao venir por la mar, espantábanse, porque veían lo que no vieron ni jamás oyeron. No sabían qué se decir sobre ello. Vieron asimismo cómo tomaron puerto y echaron áncoras, y cómo salían del navío los indios que se habían tomado en las balsas, según se contó; los cuales no pararon hasta llegar delante de su señor, en cuya presencia, y de mucha gente que se había juntado, contaron cómo yendo por la mar habían encontrado aquel navío, adonde venían unos hombres blancos, vestidos, y que tenían grandes barbas, los cuales, según les dijeron ciertos indios, sus naturales, que traían para intérpretes, andaban a buscar tierras; porque en otros navíos se habían vuelto por la mar muchos de ellos, y aquellos salieron de una isla donde estuvieron muchos días. Esto que oyeron a los indios que venían con los españoles y lo que ellos mismos vieron y a ellos oyeron, hablaron a su señor, de que no poco se espantaron, creyendo que tal gente era enviada por la mano de Dios, y que era justo se les hiciese buen hospedaje; y luego se aderezaron diez o doce balsas llenas de comida y de fruta, con muchos cántaros de agua y de chicha y pescado, y un cordero que las vírgenes del templo dieron para llevarles. Con todo esto fueron indios al navío sin ningún engaño ni malicia, antes con alegría y placer de ver tal gente. El capitán los recibió con semblante amoroso y con grande agradecimiento, recibiendo mucho contentamiento él y sus compañeros, cuando entre lo que les traían vieron el cordero; entre los indios venía un orejón de los que estaban con el delegado que allí residía, el cual dijo al capitán que seguramente podría saltar en tierra sin que ningún daño recibiesen, y proverse de agua y de lo que les faltase. El capitán respondió que de gente de tanta razón como ellos parecían, no tenían ningún recelo de fiarse de ellos. Y luego fue en el batel un marinero llamado Bocanegra y con indios que le ayudaron hinchó veinte pipas de agua, ayudándole los naturales como digo, a lo hacer. El orejón, como viese los cristianos túvolos por gente de gran razón, pues no hacían daño ninguno, sino antes daban de lo que traían; y porque le convenía enviar relación cierta a Quito al rey Guaynacaba, su señor, de aquellas gentes, después de haber visto el navío y los aderezos de él y tanto miraba y preguntaba, que los españoles se espantaban de ver tan avisado y entendido indio; el cual, como mejor pudo mediante los indios, que servían de lenguas, preguntó al capitán: ¿que de dónde eran y de qué tierra habían venido, qué buscaban o qué era su pretensión de andar por la mar y por la tierra sin parar? Francisco Pizarro le respondió: que venían de España, donde eran naturales, en cuya tierra estaba un rey grande y poderoso, llamado Carlos, cuyos vasallos y criados eran ellos y otros muchos; porque mandaba grandes tierras; y que ellos habían salido a descubrir por aquellas partes, como veían, y a poner debajo de la sujeción de aquel rey lo que hallasen. Y principalmente, y ante todas las cosas, a dar noticia cómo los ídolos en que adoraban eran falsos y sin fundamento los sacrificios que hacían, y cómo para salvarse habían de se volver cristianos y creer en el Dios que ellos adoraban, que estaba en el cielo, llamado Jesucristo, porque los que no le adoraren y cumplieren sus mandamientos, irían al infierno, lugar oscuro y lleno de fuego, y los que conociendo la verdad le tuviesen por Dios sólo, señor del cielo, y mar y tierra con lo más criado, serían moradores en el cielo, donde estarían para siempre jamás. Esto y otras muchas cosas dijo el capitán Francisco Pizarro al orejón, que él se espantaba de las oír, y estuvo en el navío desde la mañana hasta la hora de vísperas. Mandó el capitán que le diesen de comer y beber de nuestro vino, y miró mucho aquel brebaje, pareciéndole mejor y más sabroso que el suyo; y cuando se fue le dio el capitán una hacha de hierro con que extrañamente se holgó, teniéndola en más que si le diesen cien veces más oro que ella pesaba; y dióle más unas cuentas de margajitas y tres calcedonias; y para el cacique principal le dio una puerca y un verraco, y cuatro gallinas y un gallo. Con esto se partió el orejón; y ya que se iba, rogó al capitán le diese para que fuesen con él dos o tres españoles, que se holgarían de los ver. El capitán mandó Alonso de Molina y a un negro que fuesen. Cuando el cacique vio el presente, túvolo en más de lo que yo puedo encarecer, llegando todos a ver la puerca y el verraco y las gallinas, holgándose de oír cantar al gallo. Pero todo no era nada para el espanto que hacían con el negro: como lo veían negro, mirábanlo, haciéndolo lavar para ver si su negrura era color o confacción puesta; mas él, echando sus dientes blancos de fuera, se reía; y allegaban unos a verlo y luego otros, tanto que aun no le daban lugar de lo dejar comer. Al otro español mirábanlo cómo tenía barbas y era blanco; preguntábanle muchas cosas, mas no entendía ninguna; los niños, los viejos, y las mujeres todos, con grande alegría los miraban. Vio Alonso de Molina muchos edificios y cosas que ver en Túmbez; fue bien servido de comida y el negro, el cual andábase, de unos en otros que lo querían mirar como cosa tan nueva y por ellos no vista. Vio Alonso de Molina la fortaleza de Túmbez y acequias de agua, muchas sementeras y frutas y algunas ovejas. Venían a hablar con él muchas indias muy hermosas y galanas, vestidas a su modo, todas le daban frutas y de lo que tenían, para que llevasen al navío; y preguntábanle por señas que dónde iban y de dónde venían y él respondía de la misma manera. Y entre aquellas indias que le hablaron estaba una muy hermosa y díjole que se quedase con ellos y que le darían por mujer una de ellas, la que él quisiese. Alonso de Molina demandó licencia al cacique, señor de aquella tierra, y se la dio, enviando con él al capitán mucho bastimento. Y como llegó al navío, iba tan espantado de lo que había visto, que no contaba nada. Dijo que las casas eran de piedra y que antes que hablase con el señor, paso por tres puertas donde había porteros que las guardaban, y que se servían con vasos de plata y de oro. El capitán dio muchas gracias a Dios nuestro señor por ello; quejábase mucho de los españoles que se volvieron y de Pedro de los Ríos por que lo procuró; y a la verdad, engañábase, porque si él entrara con ellos y procurara dar guerra por dinero, no fuera parte porque los mataran, pues Guainacapa era vivo y no había las diferencias que después, cuando volvió, hallaron. Si con buenas palabras quisieran convertir las gentes, que hallaban tan mansas y pacíficas, no era menester los que se volvieron, pues bastaban los que con él estaban; mas las cosas de las indias son juicios de Dios, salidos de su profunda sabiduría, y él sabe por qué ha permitido lo que ha pasado.